Capítulo 2: El eco que no desaparece
No hubo más palabras aquella noche. Sofía no pudo dormir. Al día siguiente, decidió investigar el edificio, pero no había niños viviendo en los apartamentos cercanos. De hecho, los pocos vecinos que tenía eran ancianos, y todos evitaban el tema cuando mencionaba las risas.
Cada noche, la risa volvía. Cada vez más fuerte. Cada vez más... cercana.
Sofía intentó reírse de la situación. "Quizá simplemente debería invitarlo a una fiesta de payasos", le dijo a su mejor amiga por teléfono. Pero incluso en sus intentos de humor, había algo que se quebraba en su voz.
Una noche, decidida a enfrentarlo, caminó por el pasillo hacia el eco de la risa. "Si vas a quedarte aquí, al menos podrías traer unas palomitas", murmuró con una sonrisa forzada.
Al llegar al final del pasillo, una figura la esperaba. No era un niño. Era algo alto, grotescamente alargado, con una sonrisa que no encajaba en su rostro. "Estoy aprendiendo a ser humano", dijo, y la risa resonó como un eco hueco.
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